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Pierre Bayona

por Pedro Conde

Durante la guerra cantaba una canción que recién había escrito.Estábamos en la redacción de la revista Pan Caliente y Jorge Pistocchi, su director escuchó "Busco una sede" e inmediatamente me presentó al gordo Pierre Bayona, un mito ya entonces de la primera oleada de nuestro rock nacional

Miguel Cantilo escribe en su libro ¡Qué circo!, memoria presente de medio siglo de rock argentino:

El Gordo Pierre es un personaje insoslayable si se quiere interpretar cabalmente el desenvolvimiento del rock en Argentina. Alguien que fue alternativamente manager de figuras tan disímiles y protagónicas como Sui Géneris, Spinetta, Piero con Prema, Pedro y Pablo y Peteco Carabajal, que a la vez estuvo involucrado en la producción de espectáculos desde el comienzo de los setenta y estableció contactos entre nuestro rock y el inglés a través de visitas personales a Virgin Records cuando iniciaba su brillante actividad como emblemático sello de rock, alguien que ya es leyenda en este ámbito no puede dejar de tener un lugar preferencial en esta reseña, aun cuando parta de una mención al pasar del Indio Solari en un muy difundido tema de Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota. Aprovechemos para echar un poco de luz sobre este personaje del circo para quienes no lo conocieron.

El Gordo Pierre nos llevaba a todos los rockeros una decena de años de ventaja, razón por la cual veíamos en él una proyección de cualquiera de nuestros contemporáneos y eso nos despertaba cierta confianza. Por lo general, la gente mayor que nosotros vestía traje, se peinaba con fijador y apestaba a agua de colonia. El Gordo no, él hablaba nuestro idioma, dominaba nuestros códigos, se postulaba como manager y solía vestir un jardinero de jean que, por sus dimensiones, le granjearon el apodo de “el Almohadón Azul”. La diferencia era notable no sólo con la gente de su edad, sino también con el resto de los managers y representantes, justamente por las complicidades y los riesgos sociales que corría a la par de cualquier rockero. Existían ya muchos managers de nuestra edad, pero no de “nuestro palo”. Es decir, algunos aparentaban compartir modismos y secretos, se embanderaban en las mismas premisas que cualquier músico, pero sólo lo hacían para facilitarse la tarea de “manejarlos”. Aprovecho para resaltar este vocablo tan particular. El común de los representantes utilizaban (y aún utilizan) ese verbo, “manejar”, como un eufemismo, metáfora o vaya a saber qué tipo de máscara verbal con el fin de denominar a una tarea que las más de las veces termina “chocando” al artista. Una diferencia entre Pierre y los managers circulantes era que él jamás usaría ese verbo.

Así como nosotros equivocamos desde un principio numerosas decisiones, él erró en su “métier”, pero, al menos hasta donde abarca mi experiencia, no lo hizo de mala fe, sino por eventual impericia, constituyéndose en una pieza única dentro del primitivo engranaje de nuestro rock. Se dejaba llevar por su instinto y su alta emotividad, pero lo madrugaban una y otra vez los fariseos. Le soplaban a los artistas, lo estafaban y lo hacían blanco de las mismas trampas con que sostenían su economía timando a músicos.

Una Muestra de los resortes que lo movían es la anécdota que focalizamos aquí.

En los años ochenta, promediando la década, se puso de onda para el rock La Esquina del Sol, un local de actuaciones situado en el viejo Palermo, en la intersección de las calles Gurruchaga y Guatemala. Se presentaban allí, cuando aún pertenecían al underground porteño, bandas que posteriormente serían básicas para el crecimiento de popularidad del género. Cierta noche, estaban actuando los Redondos –para usar más su propagada abreviatura- en una etapa de incremento paulatino de su convocatoria, que todavía no excedía las cien o doscientas personas. Se trataba aún de una banda de culto, para iniciados, pero comenzaba a notarse entre el público y estos músicos y hilo de conexión muy fuerte, alimentado por una gran dosis de amor. Amor a la banda. El público ricotero todavía era incipiente, pero se lo percibía incondicional, atraído por la fresca diversión que le transmitían las artes del Indio y la resistible guitarra de Skay.

Sin embargo, solía suceder que los locales que Buenos Aires podía, en sus primeros años de regreso a la democracia, brindarle a la banda no estaban a la altura de su crecimiento. Así fue que aquella noche, por un problema de infraestructura local, una filtración de agua había invadido el piso y la mayoría de los presentes chapoteaban sobre charcos. Los Redondos tocaban sin percatarse del fenómeno y el rock and roll tenía magnetizada a la monada, pero el Gordo Pierre, viejo lobo, observó la situación y el peligro de electrocución general que los cables de alimentación general provocaban y comenzó a alarmar a los responsables. Como solía y suele suceder (véase el capítulo “La Era de Cromagnon”) en la regencia de los sitios en que se presentaban bandas de rock, el fariseo que detrás de la caja contaba billetes y se desesperaba por cobrar hasta la última copa a cada ricotero rechazó de mal modo la advertencia del Gordo. Era tal el tumulto y la confusión (imaginemos a los Redondos descargando en un ámbito que no excedía los diez metros por diez) que Pierre alarmaba con sus gritos y gestos al encargado de aquel delirante local y este, por toda respuesta, le espetaba: “Si no te gusta el rock and roll, ándate a otro lado, gordo pelotudo”.

En ese preciso momento, el sonidista levantaba del suelo la “zapatilla” (nombre dado en la jerga a varios tomacorrientes unidos por una tablilla) mostrándole al Indio. El punto dramático llegaba a su cenit y el Gordo Pierre, indignado por la falta de responsabilidad, por la antiprofesionalidad de estos mercaderes del sol, se retiró del local empujando las puertas con tanta vehemencia que los vidrios con los que estaba forjada cayeron con el golpe poco antes de que se decidiera interrumpir el show hasta corregir la situación. Este gesto quedó inmortalizado en la canción de los Redondos, aunque poca gente sabe que corresponde a una actitud simbólica del carácter y la conducta de un auténtico personaje del circo, con una visión purista y un sentido común –tan ausente en las etapas de crecimiento del rock como movimiento cultural en nuestro país- que nunca fueron comprendidos en el ámbito del show business. Al Gordo Pierre le fue tan bien o tan mal como a la mayoría de los pioneros de este género. Pasó por etapas de bonanza y malaria, pero mantuvo y mantiene una línea de conducta muy cercana a la esencia del rock argentino. Se hizo querer por la mayoría de los músicos con los que trabajó y asumió el papel de excepción a la regla de los facinerosos y estafadores que hicieron y hacen cola para enriquecerse con el rock explotando a los músicos.

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